Una vez más cruzamos fronteras y llegamos caminando a un
nuevo país con la intención de dormir en la capital a 600 km, pobres ilusas…
Desde Chipata conseguimos llegar a Katete (a100 km de la frontera); para ello
necesitamos un rato de autostop, que nosotras llamamos “Plan de fomento de la
lectura” puesto que muchos curiosos se paraban a leer nuestro cartel.
Un matrimonio muy local, alegre y entusiasta nos recogió y
nos entretuvo el camino, ilustrándonos sobre la economía, la demografía,
lenguas, tribus, alimentación, etc de su país; su curiosidad sobre la industria
y agricultura del nuestro nos hizo darnos cuenta de lo escasas que andamos en
conocimiento de España; en pago al trayecto aportamos al camino una invitación
a unas onzas de chocolate; pasamos la tableta hacia delante, y nunca más
volvió, fue secuestrada en el bolso de la mujer; aquí parece que el concepto de
compartir es algo diferente.
Llegamos a Katete de noche y agotadas tras un largo día;
acabamos pasando la noche en unas antiguas cuadras, reconvertidas en una
especie de “res(t) house”; a las 4 de la madrugada cuando empezábamos a abrir
el ojo, el jefe de estación estaba llamando a nuestra puerta para que no
perdiésemos el bus, ya que la noche anterior se había informado de nuestro
próximo destino. Nos empezamos a acostumbrar a que todo el mundo quiera ayudar
y organizarnos la vida.
A las 12 de la mañana empezamos a adentrarnos en algo que
parecían las afueras de una ciudad de verdad (no eran las afueras, era la
ciudad en si); el hambre nos condujo a un centro comercial en pleno día de San
Valentín con las mochilas a cuestas, los zapatos colgando de ellas y el kit de
camping (cazuela incluida). Paseamos cargadas, observando las tiendas, como si
fuéramos masais en Nueva York.
Lusaka, la capital culturalmente hablando no nos aportó
demasiado; lo poco que pudimos apreciar a través de algún que otro paseo
agradable, fue la sensación de estar en el extrarradio, sin encontrar tan
siquiera una plaza.
Hartas de carreteras y autobuses nos moríamos por probar
un nuevo transporte; había un tren que nos llevaba a Livingston, nuestro
próxima parada a menos de 600 km. No lo dudamos y ansiosas llegamos a la
estación donde compramos los billetes (una tercera parte del precio del
autobús) y tras hora y media de retraso, ahí estaba nuestro deseado transporte.
Corrimos para coger buenos asientos para pasar las próximas diez horas… o eso
creíamos.
Pasaban las horas, los vendedores y las paradas, las había
de diez minutos y de 3 horas (de reloj); cambian los compañeros de viaje, los
niños reía y lloraban… Dio tiempo a leer y si hubiéramos querido a dar un paseo
al lado del tren en marcha, la velocidad lo hubiera permitido sin
inconveniente. El tiempo y el espacio eran un misterio, ni sabíamos cuanto nos
quedaba, ni por donde íbamos y cuando lo descifrábamos no nos cuadraba, era
como estar en un agujero negro en medio de Zambia.
… chucu chucu … chu… Chu…… piiii piiiii…. Chu.. chu….
24 horas después de nuestra salida, incrédulas llegamos a
Livingston. La ventaja es que llegamos al amanecer y no de madrugada para
recorrer la ciudad y encontrar alojamiento.
Esta ciudad nos resulta más agradable y viva, su cercanía
a las cataratas Victoria la hace más turística y acogedora. Desde la avenida
principal se puede ver el vapor de agua que se eleva como una fabrica de nubes,
aquí se llama “Mosi-oa-tunya” (el humo que truena).
A las diez de la mañana ya estábamos rumbo a una de las
maravillas del mundo; la estación de lluvia hizo nuestra visita aún más
espectacular, nos íbamos acercando y nos íbamos dejando de escuchar, el
estruendo del agua al caer sus casi 100 metros nos dejaba sin tono de voz suficiente
y sin palabras. Y nos acercábamos un poco más y unas gotitas nos empezaban a
mojar.
Allí estaban, las Cataratas Victoria, haciendo frontera
con Zimbabwe. Apenas podíamos ver más allá de unos metros, puesto que “el humo
que truena” parecía agua de lluvia que emergía desde la profundidad para caer
de nuevo sobre nosotras desde el cielo.